Poetas Andalusíes
AL-MU’TAMID
SHUSHTARI
ABBAD de Ronda
(‘Abbâd al-Rondî)
ABEN HAZAM (Ibn Hazm)
AL-MU’TAMID
Al-Mu’tamid ‘Abd Allâh Mwhammad ibn ‘Abbâd.
Poeta. Tercer y último rey ‘abbâdí de Sevilla
Nació en el año 1040.
Murió en el pueblo de Agmât, cerca de la capital almorávide de Meknés, el 14 de
octubre de 1095.
La biografía de
Al-Mu’tamid podría entretejerse
con los datos que él mismo nos
proporciona en sus versos. Si
tenemos en cuenta que, además de
poeta, fue rey, y el rey más
importante de todos los reinos
de taifas en su época,
llegaremos a la conclusión de
que sus poemas constituyen una
valiosa fuente para conocer el
desarrollo de los
acontecimientos del turbulento
siglo XI, que habría de señalar
el comienzo del ocaso del
poderío andalusí en la
península.
Más inclinado a los placeres y
tertulias que al duro afán de la guerra, hubo de sentir los rigores de su padre,
quien lo mandó encarcelar por haberse dejado sorprender por enemigo cuando
mandaba una expedición contra Málaga. Conseguido el perdón paterno, y para
recuperar su prestigio, se puso al frente de un ejército que sitió Silves, que
había caído en poder de los cristianos.
Cuando Al-Mu’tamid asumió el
gobierno en 1069, con veintinueve años de edad, lo primero que hizo fue llamar a
su amigo de juventud, Ibn ‘Ammâr, de su exilio, en la corte de los Banû Hûd de
Zaragoza, con quien había compartido su estancia en Silves. Recordando los días
felices de esta ciudad y su adolescencia, compuso Al-Mu’tamid este poema,
frecuentemente traducido y citado:
¡Hala, Abû Bakr!, saluda mis
posadas de
Silves. Pregúntales si añoran
los días de
amores como yo.
Saluda al palacio de las
Barandas de parte
de un mozo siempre ansioso de
estar ahí.
Guarida de leones y deliciosas
doncellas.
¡Qué guaridas y qué salones de
mujeres!
¡Cuántas noches deliciosas
entre sus som-
bras con chicas de generosos
traseros y finas cinturas!
Blancas y morenas, atravesando
mi alma
como blancas espadas y morenas
lanzas.
Aquella noche juguetona cabe el
dique,
con esa moza del brazalete que
serpen-
teaba como el río.
Se quitó el manto, una rama de
sauce su
Cuerpo, como el capullo que
estallaba en flor.
Me sirvió el vino de sus
miradas, de la
copa; a veces de su boca.
El toque de su laúd me embrujo;
como si
oyera el rasgueo de espadas en
los cuellos
enemigos.
(Traducido por M.J.Hagerty.)
Al llegar a la corte de
Ishbylîyya, Ibn ‘Ammâr fue nombrado visir, colaborando eficazmente en la
defensa contra los cristianos que cada día hacían mayor presión sobre el reino
de Sevilla. Conocida es la anécdota (que tiene todas las trazas de leyenda) de
que Ibn ‘Ammâr logra que Alfonso VI se retire del territorio sevillano gracias
al ardid de haberle ganado una ganado una partida de ajedrez. Del mismo modo,
ayudó a Al-Mu’tamid en el intento expansionista del reino, principalmente en la
conquista de Murcia, concertando para ello un pacto con el conde de Barcelona,
Ramón Berenguer II, que éste no cumplió. Así, pues, temiendo la cólera del
monarca, le dirigió unos versos desde Jaén, en los que entre otras cosas le
dice:
Te temo, porque tienes derecho
a arrancarme la vida; espero en ti, porque te quiero entrañablemente. Ten piedad
de quien sabes que te es inquebrantablemente afecto, y de quien no tiene otro
mérito que amarte con sinceridad.
Al-Mu’tamid le contesto con
este poema de tono benévolo:
Ven, vuelve a ocupar tu puesto
a mi lado. Ven sin tener nada, porque te esperan bondades, no reproches.
Convéncete de que te amo demasiado para poder afligirte; nada bien lo sabes, me
agrada tanto como verte contento y alegre...
Te trataré con benevolencia,
como siempre, y te perdonaré tu falta si la ha habido: porque el Eterno no me ha
dado un corazón duro, y no tengo costumbre de olvidar una amistad antigua y
sagrada. (Fragmentos traducidos por González Palencia en su obra Literatura
arábigo-española.)
Pero los días de Ibn ‘Ammâr
estaban contados. Traicionó a Al-Mu’tamid, pues tras la conquista de Murcia le
cegó la ambición del poder, tomando bajo su cargo dicha ciudad, y, después de
permanecer seis años con sus antiguos amigos de Zaragoza, compuso, para terminar
de agravar su situación, una sátira violentísima contra Al-Mu’tamid y su esposa
‘Itimâd. Cuando Ibn ‘Ammâr fue capturado, su carcelero lo ofreció al mejor
postor que, naturalmente, resultó ser Al-Mu’tamid, quien le mató con sus propias
manos, utilizando un hacha que le había regalado Alfonso VI, después de vacilar
entre perdonarle o no la vida.
Otra de las figuras de más
relieve en la vida de Al-Mu’tamid y que influyó notablemente en su producción
poética, fue ‘Itimâd (la antigua esclava Rumia-kîya, a quien más tarde llamaría
Al-Sayyidat-a-Kubrâ, la gran señora). El encuentro de ambos es una de las
anécdotas más conocidas de nuestro autor, que refleja, por un lado, la
sensibilidad de Al-Mu’tamid y, de otro, nos muestra la atmósfera poética de la
Sevilla de la época, donde la poesía florecía de un modo generalizado. Nos la
cuenta Miguel José Hagerty:
Bajo el sol andaluz de siempre
caminaban dos hombres, descuidados y pensativos, por la orilla del Guadalquivir,
a la vista de extensos olivares cerca del Campo de la Plata. Les agradó aquel
sitio, porque podían mirar a las jóvenes lavando la ropa en el río, pues era uno
de los lugares acostumbrados para aquellas tareas. Estaban encantados con la
vida y con su propia conversación, empapada de gracioso donaire poético que uno
empezaba para que el otro terminara. Al sentir un repentino soplo de aire, uno
de ellos, el más bajo, versificó:
<<El viento tejiendo lorigas en
las aguas>>.
Se volvió a su compañero,
esperando que lo completara. Mas por primera vez esa mañana el más alto vaciló
unos instantes en rematar el verso con alguna genialidad. Los dos fueron
sorprendidos por una dulce voz femenina que pronunció las siguientes palabras
sin que vieran quién las decía:
<<¡Qué coraza si se helaran!>>
Acabando así perfectamente el
primer hemistiquio. Al verla, una muchacha de extraordinaria belleza, sobre todo
con sus hipnóticos ojos lánguidos, se maravillaron sobremanera. Descubrieron que
se llamaba Rumaykîyya, la esclava del arriero Rum. Más tarde en su casa,
Rumaykîyya recibió una invitación para acudir al palacio del príncipe heredero.
Muhammad ibn ‘Abbâd, recién llegado de Silves, donde gobernara en nombre de su
padre. En la casa real, entre fuentes y jardines, Muhammad reveló a la joven su
propósito de casarse con ella.
Los caprichos y antojos de ésta
llegaron a ser la tortura del monarca, recordándose en la historia aquélla
ocasión en que para hacerla ver la nieve, Al-Mu’tamid hubo de plantar almendros
en la Sierra de Córdoba; o aquella otra que, deseosa ‘Itimâd de pisar barro para
preparar ladrillos, tuvo nuestro rey-poeta que mandar mezclar azúcar, canela y
perfumes en un patio de palacio, a fin de que satisficiera su capricho:
Al-Mu’tamid no se preocupaba sino de tenerla contenta. De los versos dedicados a
su esposa señalamos:
Mi corazón está malherido. ¿Qué
puedo hacer? Me aconsejaron bien pero no quería escuchar.
¡Ay de mí! Amo sin ser amado.
Doy vueltas sin rumbo. Guardo la promesa a quien no la guarda.
No me creía capaz de hacer un
regalo de amor y ahora me basta un simple saludo y me lo niega.
Vosotras que me abandonasteis,
contentas con mi sufrimiento, animad a vuestro enamorado caído.
Contestadme con un saludo para
devolverme lo que queda de mi alma; si no, mi esperanza huirá.
(Tr. V. Hagerty, 37).
Los faquíes la culpaban de
haber arrastrado al monarca a los placeres y deleites sensuales. Con su latente
fanatismo, la culpaban de la falta de asistencia a la mezquita los viernes, y
del mismo modo acusaban al pueblo sevillano de su desmesurado gusto por el vino.
En la corte de Al-Mu’tamid
gozaban de gran favor los poetas y literatos, y ello no debe extrañarnos, si
tenemos en cuenta que tanto el rey como su visir lo eran. Pasó por ser un gran
mecenas, eje de la poesía de su tiempo. El mismo Ibn Hakam nos dice: Era el más
liberal, hospitalario, magnánimo y poderoso entre todos los príncipes de
Al-Andalus. Gustaba de brillantes tertulias (maylis) entre amigos poetas,
esbeltos coperos y hermosas esclavas cantoras. Para entrar en su círculo íntimo
había que mostrar gran capacidad versificadora y de improvisación. Y, como oyera
recitar unos versos de ‘Abd al-‘Azîz, acerca de la felicidad, afirmando que ésta
era tan fabulosa como el cuento de un poeta que había recibido un regalo de mil
ducados, ordenó darle enseguida la suma indicada.
Entre los poetas cortesanos de
Al-Mu’tamid debemos resaltar a Ibn Hamdis (1055-1132), que tras la toma de
Sicilia, su patria, por los normandos, vino a Al-Andalus después de una corta
estancia en Túnez. Intentó granjearse el favor de Al-Mu’tamid, que no le hizo
caso durante algún tiempo, hasta que al fin, una noche, el rey sevillano le
llamó a palacio para poner a prueba su habilidad poética y su facilidad de
improvisación, quedando satisfecho el rey-poeta y tomándolo a su servicio.
También destacan, de entre los
poetas que tuvo bajo su protección, Ibn Zaydûn, Ibn ‘Ammâr, e Ibn al-Labbâna, su
cantor aúlico, quien compuso un largo poema comentando la caída del poder de los
‘abbâdíes; al final del mismo describía el último adiós que daba el pueblo
sevillano, congregado en pleno a ambas orillas del río Guadalquivir, a su amado
rey.
Así mismo, de entre los
escritores, hay que resaltar al geógrafo Al-Bakrî y al astrónomo Arzaquiel
(Al-Zarkalî).
Fue un rey liberal, generoso y
magnánimo, como nos lo demuestra una de las anécdotas, que nos cuentan tanto
Dozy como Varela acerca de su reinado, y que demuestra esta benevolencia a la
que aludíamos: es la referente al bandido El Halcón Gris, que fue capturado y
crucificado en los alrededores de Sevilla, y que mientras esperaba así la muerte
consiguió engañar a un avaro mercader de trajes que, engatusado por el ladrón,
se dirigió a un pozo donde, supuestamente, estaba el último botín del condenado.
Una vez allí la mujer del ladrón cortó la soga que sostenía al mercader, y se
quedó con el burro y las mercancías de éste. Llegado a oídos de Al-Mu’tamid este
hecho, preguntó al bandido cómo era posible que, balanceándose entre el paraíso
y el infierno, se le hubiera ocurrido cometer su último crimen, a lo que le
contestó el Halcón Gris que, si supiera lo delicioso que era engañar a la gente,
dejaría su trono para dedicarse al bandidaje. Al-Mu’tamid le perdonó la vida, y
le dio un puesto en la guardia real.
Entre tanto la presión sobre
los reinos de Al-Andalus se hizo más fuerte. Los cristianos habían conseguido
grandes victorias bajo el mandato de Alfonso VI, el cual forzó a numerosos reyes
de taifas (mulûk al-tawâ’if), incluido Al-Mu’tamid, a pagar tributos anuales
tras la toma de Toledo. La pérdida de ésta tuvo graves consecuencias para los
andaluces, ya que se convirtió en el mayor golpe que recibió el poder musulmán
en Al-Andalus, y abrió las puertas a los futuros éxitos cristianos de la
<<conquista de Al-Andalus>>.
El período de los reinos de
taifas fue esencialmente una época de confusión y anarquía, caracterizada por
una serie de constantes cambios, e incluso la ausencia de fronteras fijas fue la
causa que motivó la sucesión de guerras perpetuas, que hicieron estragos
en la vida espiritual, política y económica del país... Los reyes
de taifas acabaron por darse cuenta –demasíado tarde- de que estaban
cometiendo un suicidio, al encontrarse oprimidos entre dos grandes bloques de
poder: los cristianos por el norte, y el nuevo movimiento almorávid por el sur.
Los cristianos hubieran tomado
Al-Andalus en 1009, si se hubiesen encontrado unidos, pero no fue aquella la
situación; no obstante, empezaron a hacer grandes avances a partir de mediados
del XI, y arrollaron a los andalusíes sin interrupción. A partir de 1057, como
ya hemos reseñado, exigieron tributos a los más poderosos reyes andalusíes.
Estos optaron, con vistas a no tener que pagar dichos tributos, porque sus
paisanos, los almorávides, vinieran a ayudarles. La fecha precisa de la
comunicación de aquellos con Ibn Tâshfîn es incierta, y quizás el año 1079, en
el que Alfonso VI declaró la guerra a Sevilla, pueda ser considerada como el
punto de arranque de las negociaciones. El mismo Al-Mu’tamid, cuando fue
interrogado acerca del peligro de una intervención almorávid, se dice que
respondió:
No quiero que la posteridad
pueda acusarme de que Andalucía haya caído en manos de los infieles; no quiero
que mi nombre sea maldito en todos los púlpitos musulmanes, es preciso escoger,
prefiero ser camellero en Africa que porquero en Castilla.
Los reyes de taifas, no
logrando ponerse de acuerdo entre sí, pidieron al fin ayuda a los almorávides, y
les enviaron una delegación de câdies (jueces) de diversas ciudades, dando así
un aspecto religiosos a la misión. Esta delegación llegó a Fez en 1082,
comenzando en este momento las deliberaciones con Yûsuf ibn Tâshfîn, quien en un
principio se mostró reservado y no se comprometió en modo alguno a prestar la
ayuda para la que se le requería.
Por el mismo tiempo,
Al-Mu’tamid recibió cartas amenazadoras, enviadas por Alfonso VI, el cual se
autoproclamaba Emperador de las dos regiones. Debido a esto, Al-Mu’tamid, en
1805, apeló directamente a Ibn Tâshfîn, implorándole en el nombre del Islam que
viniese a salvar la situación, dirigiéndose a él con las siguientes palabras:
El (Alfonso VI) ha venido
pidiéndonos púlpitos, minaretes, minhrabs y mezquitas para levantar en ellos
cruces y que sean regidos por monjes... (Ibn al-Jatîb).
Ante esta súplica, Ibn Tâshfîn,
que se mostraba aún indeciso, presionado por sus consejeros y los eruditos
musulmanes de la península, consintió en cruzar el Estrecho, con la condición de
que Algeciras fuese puesta a su disposición, a lo cual accedió gustosamente el
rey al-Mu’tamid. Por ello, en 1086, el ejército almorávid desembarcó en
Algeciras y nuestro rey-poeta fue nombrado comandante en jefe de las fuerzas de
los reyes de taifas por orden expresa de Ibn Tâshfîn, quien mandaba
personalmente el ejército almorávid. Se hizo fuerte en la plaza de Zallâkak
(Sagrajas), esperando que el enemigo cristiano se adentrara por el sur para
rodearlo. Pero Alfonso VI atacó por sorpresa, cundiendo el pánico entre los
andalusíes. No obstante, el ejército aliado atacó por la retaguardia, haciendo
huir a las huestes del monarca cristiano.
Esta batalla, a pesar de
convertirse en una gran victoria para los andaluces, no significó gran cosa, y
los reinos de taifas siguieron dando muestras de una debilidad ya crónica.
Ibn Tâshfîn regresó al norte de
Africa, mas no tardó en recibir alarmantes noticias de aciagos acontecimientos
que podían poner en peligro su propio dominio del norte de Africa, puesto que
muchos de los reyes de taifas miraban recelosamente a los almorávides y
preferían llegar a un acuerdo con los cristianos, antes que perder su poderío a
causa de los primeros. Incluso algunos ya habían cedido a las peticiones
cristianas que los obligaban al pago de una serie de tributos retroactivos y a
la entrega de nuevos territorios.
Los eruditos musulmanes
(faquíes), alarmados por esta concatenación de hechos adversos, hicieron un
llamado urgente en nombre de la ortodoxia islámica y en contraposición con la
irreligiosidad de la sociedad andalusí, y entregaron a Ibn Tâshifîn un mandato,
según el cual se le autorizaba a ocupar y administrar Al-Andalus, y a asumir el
título de Amâ al-Muslimîn (Príncipe de los creyentes). Con ello los almorávides
pasaron rápidamente a convertirse en invasores y fueron apoderándose
ininterrumpidamente de los pequeños reinos andaluces.
Es posible que fuese el propio
Al-Mu’tamid quien animase a Ibn Tâshifîn a acabar con la taifa de Granada, con
la esperanza de gobernar él este territorio, mas con gran decepción por su parte
pronto se halló en serio antagonismo con el almorávid, quien comenzó a
presionarlo: su general Sîr ibn Abû Bakr tomó Tarifa, dirigiéndose a
continuación hacia Sevilla. Pidió al rey sevillano que se rindiese
pacíficamente, garantizándole la salvaguardia de su vida y propiedades. Pero,
orgullosamente, se negó a aceptar este tipo de presiones nuestro rey y,
volviendo su mirada hacia el norte, pidió ayuda a Alfonso VI, a pesar de lo
cual la ciudad fue tomada por el ejército almorávid el 9 ó 10 de Septiembre de
1091.
En la lucha por la defensa de
la ciudad murió Abû Bakr ibn Zaydûn, hijo del poeta. En otro ataque anterior
murió otro de sus hijos. Al-Fath; Yazîd fue muerto en Octubre del mismo 1091 en
Ronda, donde capitaneaba las tropas ‘abbâdíes; Al-Mu’tadd entregó la ciudad de
Mértola, pero no murió; Butayna, hija mayor, fue capturada y vendida como
esclava; y Al-Rasîd acompañó a sus padres y hermano menor, Abû Hâsîm, al
destierro al que les condujo su antiguo aliado Ibn Tâshfîn.
Confinado en el pueblo marroquí
de Agmât escribió nuestro poeta sus poesías más impregnadas de dolor, de un
dolor espiritual, profundo, producido por el desnivel que mediaba entre su
antigua vida y la del destierro, dolor que no pudieron mitigar las visitas de
los poetas, escasos, amigos agradecidos por sus antiguos favores. Fue en aquel
confinamiento donde, llorando, compuso versos como los que a continuación
reproducimos:
Resígnate a tu suerte en este
mundo, cual quiera que fuere.
Consuela tu alma si dejaste tu
patria.
Allah compensa todo lo perdido
en el pasado;
Que tu corazón conozca el
consuelo y la fe.
Siempre que tengas un recuerdo
delicioso,
¿se derraman lágrimas en
torrentes sobre tus mejillas?
¿Cuándo has oído de un rey como
tú a quien
las oscuras penas del Destino e
hayan arrebatado su reino?
Aguanta la adversidad y aguarda
para después la libertad;
tu botín será el perdón de
Allah.
(Traducido y editado por M. J.
Hagerty, en su obra Al-Mu’tamid, Poesía.)
Su destierro se alargó por
espacio de cuatro años, donde, preso, recordaba, lloraba y pensaba en su fin,
ocupado en escribir su propio epitafio, lleno de melancólico orgullo y de triste
dignidad; y en donde nos muestra una relación de las cualidades que adornaron su
vida: sabiduría, piedad, generosidad, valor y justicia:
Mullan las nubes con perenne
llanto
tu blanda tierra, oh tumba del
exilio
que el rey Ibn Abad cubres los
restos.
Guardas con él tres ínclitas
virtudes
-ciencia, merced, clemencia-
congregadas;
la fértil abundancia que las
hambres
vino a extirpar, y el agua en
la sequía.
Cobijas al que lides riñó
invicto
con la espada y la lanza, y con
el arco;
el que al fiero león fue dura
muerte;
émulo del Destino en las
venganzas;
del Océano en derramar favores;
de la Luna en brillar entre las
sombras
la cabecera del salón.
Sí,
es cierto:
no sin justicia, con rigor
exacto,
un designio celeste vino a
herirme.
Pero, hasta este cadáver, nunca
supe
que una montaña altísima
pudiese
caber en temblorosas
parihuelas.
¿Qué quieres más, óh tumba? Sé
piadosa
con tanto honor que a tu
custodia fían.
El rugidor relámpago ceñudo,
Cuando cruce veloz estos
contornos,
Por mí, su hermano –cuya eterna
lluvia
de mercedes refrenas con tu
laude-,
llorará sin consuelo. Y las
escarchas
en ti lágrimas suaves, gota a
gota,
destilarán los ojos de los
astros,
que darme no supieron mejor
suerte.
¡Las bendiciones del Señor
desciendan,
insumidas a números,
incesantes,
sobre quien pudre tu caliente
seno!
Fue visitado en aquel duro
exilio, entre otros, por Abû Muhammad al-Hicharí y por su entrañable amigo Ibn
al-Labbâna, quien le llevó noticias del intento de restauración que llevó a cabo
a su hijo, ‘Abd al-Chaatîr, y que fracasó cuando ya el ex monarca sevillano
abrigaba ciertas esperanzas de éxito.
Enterrado en Agmât, su tumba
fue visitada con devoción religiosa por los peregrinos andaluces, y, como decía
Ibn al-Jâtib: Todo el mundo ama a Al-Mu’tamid, todo el mundo tiene piedad de él,
y aún hoy es llorado.
Sin lugar a dudas, Al-Mu’tamid
llegó a ser el príncipe más popular de Al-Andalus, pues, según Dozy ningún otro
tenía en el alma tanta sensibilidad, tanta poesía... Además tuvo la suerte de
ser el último rey indígena que representó dignamente, con brillantez, una nación
y una cultura intelectual que sucumbieron, o poco menos, bajo la dominación de
los bárbaros que habían invadido el país. García Gómez, por su parte nos dice
que con Al-Mu’tamid desaparecía nada menos que la verdadera civilización
arábigo-andaluza.
Todo lo que a él se refiere ha
sido, hasta hace poco, recopilado en la obra de R. Dozy: Loci de Abbadides (Leyden,
1846-1863, tres volúmenes). También se ha editado su Dîwân (El Cairo, 1951), y
la traducción de algunos poemas por E. García Gómez, en sus Casidas de Andalucía
(Madrid, 1940), y en su edición del Libro de las banderas de los campeones, de
Ibn Sa’îd (Madrid, 1942).
SHUSHTARI
Abu I1-Hásan 'Ah ash-Shushtari
file un poeta sufl de aI-Ándalus, discípulo de Jbn Sab 'Fn de Murcia Es célebre
por sus poemas populares en árabe andalusí.
Shushtari nació en Shúshtar,
cerca de Guadix alrededor del año 1203, y murió en Egipto el dieciséis de
octubre de 1269. Sus primeros estudios sufies los realizó con lbn Suráqa de
Játiva, que le comentó los 'Awárif al-Ma' árif de as-Suhraward al-Bagdadí. Ya en
su adolescencia se iníció en las prácticas de los sufies.
Se trasladó a Marruecos donde
se instaló en Rabat, pero sobre todo residió en Meknés, donde ya era reconocido
como un maestro (sháij, es decir, anciano) de carácter excéntrico. En un zéjel
dice de sí mismo:
Un pobre anciano por las
tierras de Meknés en medio de los zocos canta:
¡Qué me importa la gente!
¡y qué le importo yo a la
gente!
Más tardé viajó a Persia
y por todo Oriente Medio. hasta que en 1253 conoció en Meca al que habría de ser
su verdadero y definitivo maestro, lbn Sab'in al-Mursi, que lo inició en su Vía
(tariqa). la sab'inía. El método del maestro consistía en la total Inmersion en
la Unidad de Allah. lbn Taymía cuenta que la fórmula mas usada por los sab'iníes
era "láisa illá lláh" (no hay más que AIlah) y que al-HalIáy era contado en la
cadena de maestros.
A la muerte de
lbn Sab'in, Shustari se hizo cargo de los discípulos de su maestro y se trasladó
con ellos a Egipto, donde murió en el año 1.269
El poligrafo al-Maqqari
menciona cinco obras en prosa de Shushtari de las cuales no nos ha llegado
ninguna (salvo la Risála Bagdádía, aún en manuscrito, en la que habla de las
condiciones del Faqr, la pobreza sufi). Pero Shushtari es célebre a causa de sus
poemas reunidas en un Diwán o Colección que tienen una gran popularidad porque
están escritas en árabe dialectal. El maestro sufi Ibn 'Abbád de Ronda dice que
pronto fueron cantadas con diversos tonos (alhan) pasando a formar parte de las
prácticas de Samá' o audiciones con las que se estimula el trance (hál). Y no
solo en el Magreb, también en Siria se emplean los cánticos de Shushtari en las
reuniones de los sufies shádzilíes.
Sus versos son cortos e
impactantes, llenos de fuerza y pasión, musicalidad y tensión. No obstante
también compuso poemas largos al estilo de los antiguos. Algunos de sus versos
han sido comentados por lbn 'Ayiba, como el que dice: "Una A delante de dos L, a
las que sigue una H que es frescor para los ojos".
A BBAD de Ronda (‘Abbâd al-Rondî)
Abû ‘Abd Allâh Mwhammad
ibn ‘Abbâd al-Rondî.
Poeta y místico.
Nació en Ronda en el
año 1371. Murió en Fez en el año 1389.
Fue hijo de una de las
familias más nobles, ricas y poderosas de Ronda, y comprometido con el Din del
Islam. Su padre, Abû Ishâk Ibrâhîm, era Imán de la Mezquita, y su tío câdî de la
ciudad. Ambos se preocuparon de su primera educación, que consistió en el
conocimiento y aprehesión del Corán. Fue imbuido de una educación espiritual de
una gran austeridad, notas de un carácter que conservaría toda su vida.
Vivió durante largas
temporadas en Fez, Tremecén y Salé, con objeto de ampliar sus estudios con los
más destacados profesores de cada disciplina. Posteriormente, se establecería
definitivamente en Fez, en donde ocupó los cargos de imán y jatib en la mezquita
de Karawiyyin.
Jamás se casó, ni
mantuvo relaciones íntimas con esclavas o concubinas, a pesar de que ello no
estaba prohibido.
Atraído por su fama de
sabio, el sultán Abû-l-‘Abbâs le concedió todo tipo de privilegios hasta su
muerte, acaecida a los 59 años de edad.
Tanto su vida como su
obra, según diversos comentaristas, resultaban parejas a las del autor de
ascendencia morisca, San Juan de la Cruz. Acerca de sus doctrinas, con
traducción de numerosos pasajes de la obra, puede consultarse el libro preparado
por el arabista Asín Palacios (publicado en la revista Al-Andalus, IX, 1944, a
XVI, 1951), en la que estudiaba las relaciones de la escuela Sâdilî –fundada por
Abû-l-Hasan al-Sadilî, 1196-1258-, a la que pertenecían no sólo Ibn ‘Abbâd, sino
también los alumbradores y los santos heterodoxos de origen morisco-andalusí,
Juan de la Cruz y Teresa de Jesús.
Su obra capital es el
Comentario a las Sentencias de Ibn’Atâ ‘Allâh de Alejandría (Kitâb sarch Ibn
‘Abbâd al-Rondî li-l-Hikam al-Atâ’yya). La obra se presenta como un comentario a
las sentencias del místico sufí ‘Atâ ‘Allâh (muerto en 1309) y, precisamente por
ello, resultó difícil dar una idea cabal de su contenido. Se trata, en conjunto,
de un completo manual de ascética y mística, útil para los novicios, y para los
que ya están adelantados en el camino de la perfección. Puede decirse que en
ella aborda todos los temas, desde la purgación preliminar del novicio hasta el
amor divino, los éxtasis y los carismas.
De su faceta de
preceptor espiritual o director de conciencia, nos ha llegado, por otra parte,
una muy interesante correspondencia.
ABEN HAZAM (Ibn Hazm)
Abû Mwhâmmad ‘Alî ibn Ahmad ibn Sa’îd ibn Hazm
al-Andalusí al-Zahirí.
Poeta, historiador, conocedor del DIn del Islam,
jurisconsulto, polígrafo.
Nació en Córdoba en el año 994. Murió en Huelva en 1063.
La familia de Ibn Hazm era originaria de la kûra de Lebla
(actual provincia de Huelva). Su padre fue visir de Al-Mansûr y más tarde de
Al-Mwzaffar. Nacido en Córdoba en el año 994, perteneció a una familia
aristocrática cliente de los Omeyas. Siendo muy joven vivió la crueldad y la
dureza de la fitna , y la posterior desintegración política de Al-Andalus
tras los sucesos del 1009. ‘Alî Ahmâd, padre de Ibn Hazm, un hombre muy
culto y tenido en gran estima por los ‘Amiríes , con los que trabajó en el
gobierno; ocupó puestos de gran responsabilidad, y mantuvo de igual forma
gran fidelidad hacia el califa Al-Haksam II. En efecto, parece haber sido un
hombre distinguido en letras, recto y prudente, hábil y que sabía
administrarse, mostrando una gran destreza en los medios políticos. Su
flexibilidad debió de ser de gran finura, cuando, sin dejar de ser un fiel
ministro de al-Mansûr, gozaría al mismo tiempo del favor de Al-Haksam II.
Entre estos avatares políticos se desenvolvió parte de la infancia de Ibn
Hazm. Su niñez, según él mismo refiere en algunos pasajes de su obra El
Collar de la paloma, fue –como en tantísimos otros casos- la niñez lánguida
e indolente de un hijo de ministro, que se cría naufragando en los rincones
del harem, entre los besuqueos y las intrigas de las mujeres. Ellas fueron
sus primeras maestras, aprendiendo los primeros conocimientos del Corán,
muchos versos y las primeras letras; pero también aprendería otras cosas,
no poco útiles e importantes, aunque para él resultaran dolorosas en su
infancia: se le revelaron temprano la práctica de la vida sexual y los
tejemanejes obscenos y desordenados del serrallo. Era al parecer un niño
fácilmente impresionable, enfermizo, de anormal nerviosismo, con despierta
inteligencia y sentido moral, siempre en guarda contra la sicología
femenina, que tan precozmente había conocido.
Vivió en el barrio de los altos funcionarios palatinos, contiguo
al alcázar de al-Zâhyra. Parece que incluso entraba con frecuencia a ver a
Al-Mansûr, que al parecer era muy amigo de los niños. Todo ello lo
atestigua su íntimo amigo Abû ‘Amir ibn Suhayd, hijo de otro empleado de
palacio, en una deliciosa carta incluida en la Dajîra de Ibn Bassâm (ed.
Cairo, I-I, pp. 163-165):
Un día –nos cuenta-, teniendo yo cinco años, me dio tu abuelo
Al-Mansûr una enorme manzana, colocada delante de él, y que yo había mirado
con infantil codicia. Como ni mi boca ni mi mano podían abarcarla, él mismo
me la partió con sus dientes. Luego llamó a tu padre (es decir, a
Sanchuelo) y a un paje llamado Abû Sâkir y les dijo que me llevaran a ver a
la Sayyida (la señora, es decir, ‘Abda, madre de Sanchuelo e hija de Sancho
Garcés II, rey de Navarra). Como llovía, los dos me llevaron a cuestas. La
Sayyida y las demás damas del harem jugaron conmigo y me dieron mucho
dinero; pero, al llegar a casa, mi padre me lo quitó. Enterado tu abuelo, me
mandó para mí solo quinientos dinares, que, en parte, distribuí entre
criados y amigos, y con los que me compré caballos de caña y adargas de
madera para jugar a los soldados. Del día aquél ha quedado fama en Munyat
al-Mugira.
Probablemente el niño Ibn Hazm tendría alguna vez fortuna
parecida y disfrutaría de la intimidad de aquel complejo ser que era Al-Mansûr,
más humano y accesible, por tantas razones, que el hierático y exagüe Califa
a quien había suplantado.
Emilio García Gómez hace una extraordinaria presentación de Ibn
Hazm de Córdoba, en su versión en castellano de El Collar de la Paloma. Nos
parece la opinión más autorizada en el conocimiento de nuestro autor, tanto
a nivel biográfico como literario, bosquejando con gran precisión y maestría
la personalidad de tan importante genio.
A temprana edad, como se solía hacer cuando al-Andalus creía
vivir todavía una luna de miel con el segundo y brillante valido ‘âmirí
‘Abd al-Mâlik al-Muzaffar (cuyo padre Al-Mansûr había sido enterrado en
Medinaceli el año 392-1002, teniendo nuestro autor ocho años) se asomaría
Ibn Hazm, con musulmana precocidad, al mundo, es decir, a los primeros
amoríos con las esclavas de su casa y de su familia, a leer todo lo divino y
lo humano, a frecuentar los cursos de los más célebres profesores de la
capital del Califato, andalusí, desde los más pacatos y ascéticos a los de
más osadas ideas, y a trabar, en fin, con todos los jóvenes de su edad
relaciones, afectos y amistades, algunas de éstas –a la moda árabe-andaluza
y sin que queramos dar a entender más de lo que decimos- harto estrechas y
ambiguas.
Aunque se nos dice que hasta los veintiséis años, y por el mal
papel que hizo en los funerales de un hombre principal, no acometió
seriamente los estudios jurídicos, no hemos de darle entero crédito. Esta
afirmación es tal vez una coquetería o un modo pintoresco de subrayar la
mudanza que, como veremos, hizo de vida; pero es seguro que desde un
principio se asomaría curioso a las clases de Islam y de derecho, si bien lo
hiciera de un modo superficial y puramente teórico, con una fuerte dosis de
dilectantismo.
En efecto, el grupo al que se afilió y a cuyo lado batalló,
escogiéndolo de entre el resto de sus relaciones cordobesas, era una minoría
de mancebos de la alta sociedad, elegantes, no poco estetas, tocados de
esnobismo y de dilectantísmo, que se ocupaban con preferencia de la
literatura y que en ella enarbolaban un programa revolucionario. Eran esos
mozos a los que en otro lugar he imaginado vestidos de blanco, conversando
entre los pórticos blancos de Córdoba, aficionados a los cisnes (Correo
Erudito), y enamorados de mujeres rubias.
¿Cuál era su ideal? En primer lugar, podemos suponerlo rabiosamente
aristocrático y filoárabe. Después de descubiertas las jarchas romances de
las moaxajas y de sorprendidas ciertas intimidades literarias de la época,
hoy empezamos a entrever con claridad la importancia que tenía el
bilingüismo en al-Andalus y la esfera reducida a la que, dentro del país, se
hallaba confinado el árabe puro. Pues bien: este núcleo selecto aborrecía
tal estado de cosas y propugnaba, como tantas otras minorías musulmanas
contemporáneas, una defensa y expansión del arabismo, a costa de las
particularidades populares y locales. Paradójicamente en apariencia, esta
política literaria no entrañaba una sumisión al Oriente. Los otros puntos
del programa del juvenil grupo aristocrático eran cabalmente estar muy al
tanto de las modas literarias bagdadíes para poder darlas por sabidas,
desentenderse de ellas y rivalizar con ellas; en suma, leer mucho para, una
vez asimilados los modelos, zafarse de andadores y de libros y ... crear.
Era un plan cultural, entre los dos escollos del popularismo y de la
paralítica rutina imitadora, que casaba a la perfección con las ideas
básicas de independencia y de selección en que se asentaba el Califato; era
la nueva literatura –que al Califato correspondía y que como siempre, venía
rezagada con respecto al esplendor político; con tanto rezago que, al morir
súbitamente la institución califal, la arrastró en su ruina, cuando aún no
había podido dar sino escasos frutos, tempranos más que agraces, pero de
primer orden y sabrosísimos.
La enseñanzas que Ibn Hazm cursó y los maestros que tuvo, están
admirablemente reseñados en el libro de Asín Palacios, cuyo tenor literal no
hay por qué repetir; pero como las afirmaciones anteriores son de García
Gómez, parece que debe justificarlas. Más que con pasajes de nuestro autor
lo hará otra vez con los de su amigo Ibn Suhayd, que iba a morir
estoicamente, afectado de hemiplejía, en 426-1035, a quien podemos acaso
considerar jefe del grupo, y cuya atractiva figura, finamente delineada por
Pérez en su libro La poésie andalouse en arabe classique, está pidiendo a
voces un estudio largo y penetrante.
Ibn Suhayd es, en efecto, el autor de la Risâlah al-tawâbi’ wa-l-zawâbi’,
en la que, seguramente por primera vez en la historia del mundo, se imagina,
en un esbozo de la Divina Comedia, un viaje profano a las regiones de
ultratumba, donde el poeta conversa con los dobles o genios inspiradores de
los más grandes poetas, cuyas siluetas elíseas recorta con incisiva
exactitud. Ibn Bassâm, en su inestimable Dajîra (ed. Cairo, I-I), nos ha
conservado trozos de esta obra, así como escritos literarios y poesías que
comprueban sobradamente nuestros asertos. Así, se lamenta de la jerga
bárbara (likna ‘achamiyya) que se hablaba en Córdoba; se queja de los malos
maestros que había en la capital; publica los versos que ha compuesto para
competir con los poetas orientales; afirma que la buena literatura consiste
en el temperamento del escritor y no en la erudición ni en la corrección
gramatical; sienta que el mejor instrumento del escritor es la inteligencia,
que faltaba a tantos sabios y prosistas rutinarios de su tiempo; cree que es
Allah quien enseña la retórica, y no los libros ni los maestros, o sea –y se
basa en un texto coránico –que el poeta nace y no se hace, doctrina audaz en
literatura árabe y establece el principio, igualmente osado entonces, de la
renovación literaria, es decir, que toda época y momento histórico deben
tener su literatura propia. Sus biógrafos insisten en sus dotes de
improvisador, y el gran Ibn Hayyân nos informa de que apenas usaba libros y
de que cuando murió no se le encontraron libros de que se ayudase para su
labor.
¡Extraordinaria figura! Herido ya de muerte –iba a ser enterrado
en un parque de Córdoba, bajo las flores-, formula en verso sus últimos
deseos
Al ver
que la vida me vuelve el rostro
y que
la muerte me ha de atrapar sin remedio,
sólo
anhelo vivir escondido
en la
cima de un monte, donde el viento sopla;
solitario, comiendo lo que reste de vida
las
semillas del campo y bebiendo en los
hoyos
de las peñas.
El
poema está dedicado a Ibn Hazm, al que ruega que no olvide hacer su elogio
fúnebre (Maqqaî, Analectes, II, 246):
Emociona con él, por Allah, cuando me enterréis
a
todos nuestros colegas, ardientes y hermosos.
Era,
pues, el jefe del conciliábulo, e Ibn Hazm su heredero, que siempre le fue
leal y que, como veremos, acató las consignas de la escuela.
Antes
de que esta vida literaria –remontémonos de nuevo al comienzo del grupo-
pudiese dar sus frutos sazonados, o sea antes de que Ibn Hazm publicase
ninguna obra importante, que no fueran poemas o cortas composiciones en
prosa, y antes de que lograse ningún empleo político acomodado a su
formación y a su posición social, la revolución cordobesa y el
desencadenamiento de la guerra civil vinieron a turbar radicalmente y casi a
helar en flor la refinada y tranquila existencia de los jóvenes estetas
cordobeses. Sólo en cuanto se relacionan con la familia de nuestro autor o
con él, vamos a eludir a las complicadas y relampagueantes mutaciones de la
crisis del Califato, que el lector podrá seguir más cómodamente en las
historias de Dozy y de Lévi-Provenzal, y en las obras de Asín Palacios y de
otros biógrafos de Ibn Hazm.
El
gobierno de Sanchuelo, desde la muerte de su malogrado hermano Muzarfar en
16 safar 399 (=20 octubre 1008), apenas duró unos meses: víctima de su
necedad y de sus desaciertos, tenía en 3 rachab 399 (=3 marzo 1009) un
trágico fin, que el Duque de Maura ha calificado gráficamente de
premussoliniano. El destronamiento de Haksam II y la ascensión al trono de
Mwhammad al-Mahdî (que había de jugar al ratón y al gato con su competidor
Sulaymân al-Must’în) iba a poner término a la formula oficial de Ahmâd ibn
Hazm, que fue destituido, y hubo de dejar el asolado barrio de al-Zâhyra
para retornar a los abandonados lares de Balât Mugît. Debió, sin embargo, de
vivir tramquilo y aún de conservar cierto prestigio, pues en el mismo año de
399, el 27 sa’bân (=26 de abril 1009), lo vemos asistir como testigo a la
estupenda farsa del entierro de un falso Haksam II. Cuando en 8 dû-l-hichcha
400 (=23 julio 1010) fue asesinado al-Mahdî, tras su segundo reinado, y
entronizado de nuevo Haksam II, parecía que la familia de los Banû Hazm
habría de volver a su antiguo predicamento. No fue así, sin embargo, sino al
revés: el complejo juego de la política y la cauta conducta seguida hasta
entonces indispusieron a Ahmad con el nuevo valido, el general eslavo Wâdih,
que lo persiguió, encarceló y confiscó sus bienes. La familia entonces,
rotas ya las pocas amarras ‘âmaríes subsistentes, se hizo legitimista
rabiosa y participó en un complot antieslavo que fracasó y produjo a Ahmad
nuevos sinsabores.
Seguramente víctima de ellos murió Ahmâd en 28 dû-l-qa’da 402 (=22 junio
1012), cuando nuestro ‘Alî contaba dieciocho años, todavía no cumplidos, en
plena desgracia de su familia. Pero aún quedaban las peores catástrofes. A
fines de sawwal 403 (mayo 1013) la capital del Califato se rendía a los
bereberes; Sulay-mân al-Mustaîn entraba de nuevo en ella como Califa, y
comenzaba, para durar dos meses, el feroz saco de Córdoba, con incendios,
matanzas, asesinatos y destrucciones sin venir a cuento. La casa de Ibn Hazm
en Balât Mugît quedó del todo arruinada, como nos cuenta en una célebre
página del Collar, y nuestro autor hubo de emigrar a Almería el 1º muharram
404 (=13 julio 1013).
Gobernaba Almería, todavía bajo la soberanía nominal de Haksam II, en medio
de aquella anarquía y de aquel fraccionamiento sin ejemplo, un eslavo
odioso, turbio y redomado traidor, que se llamaba Jayrân. Al principio, el
retiro de Ibn Hazm, que viajaba con su amigo y correligionario Mwhammad ibn
Ishâk, fue tranquilo; pero cuando Jayrân abandonó la causa omeya para
abrazar la de idrîsí ‘Alî ibn Hammûd, que había de entrar solemnemente en
Córdoba el 22 muharram 407 (=10 juliio 1016), ya no vio con buenos ojos a
la pareja de jóvenes legitimistas omeyas, irreductibles en sus convicciones,
los cuales, reos de conspiración o no –pues Ibn Hazm lo niega, pero es muy
probable-, se vieron detenidos y luego desterrados.
Tampoco les duró mucho e nuevo y agradable asilo que supieron hallar en el
pueblecito de Aznalcázar (que tal vez no es, como se ha querido, el actual
de ese nombre, cerca de Sanlúcar, sino otro por tierras de Málaga o Murcia)
y es que, habiendo oído hablar de que en tierras valencianas había surgido
un nuevo pretendiente omeya que formaba un ejército dispuesto a avanzar
contra los hammûdíes y decidido a restaurar la unidad del Califato, ambos
conspiradores mozos, es decir, Ibn Hazm y su compañero, no duraron un
momento tomar pasaje en una nave que los condujera al Levante.
El
pretendiente en cuestión era un bisnieto de ‘Abd al-Rahmân III, llamado ‘Abd
al-Rahmân ibn Muhammad ibn ’Abd al-Mâlik, y su descubridor, instigador y
empresario, cambiada otra vez la casaca, era el eslavo Jayrân de Almería,
que se puso de acuerdo con el tuchîbí Mundir de Zaragoza, el cual, a su vez,
obtuvo unos refuerzos catalanes de su aliado el Conde de Barcelona. Reunido
el ejército en Játiva, juró en 10 dû-l-hichcha 408 (=29 abril 1018) al
nuevo y futuro Califa omeya, que tomó el título de Murtadá. Córdoba, que
esperaba desde hacia tiempo al pretendiente, no había podido sufrir más y dû-l-qa’da
403 (22 marzo 1018) había asesinado a ‘Alî ibn Hammûd, al que sucedió su
hermano al-Kâsim. El Ejército de Murtadá, al que muy probablemente se había
incorporado Ibn Hazm, se puso por fin en marcha para entrar en Andalucía por
Jaén; pero como los desvergonzados Jayrân y Mundir vieron que el que
suponían monigote manejado por ellos tenía la suficiente personalidad para
decidir por sí mismos, no dudaron en traicionarlo. La mala jugada que le
hicieron fue aconsejarle que, antes de dirigirse contra la capital, sería
bueno acabar con los beréberes Sinhâchíes, de la rama zîrí, a quienes
Sulaymân al-Musta’în había concedido en feudo la kûra de Elvira, y que
habían llegado a un acuerdo con los pacíficos habitantes de esta kûra para
instalarse entre ellos y defenderlos, tras de fijar su capitalidad en
Granada. Mandaba por entonces a estos zîríes el anciano e invicto jefe
africano Zâwî ibn Zîrî, que muy poco después, y en plena gloria había de
abdicar su reino, con ínfulas de un Carlos V beréber. La batalla no es bien
conocida por varias fuentes; pero desgraciadamente sin la fecha exacta. Como
se sabe, los beréberes atacaron fieramente al ejército asaltante, del que ya
habían desertado Jayrân y Mundir, y Murtadá tuvo que huir hacia Guadix,
donde le asesinaron unos sicarios del almeriense. Sus soldados quedaron
fugitivos, exterminados o prisioneros. Entre este último grupo debió de
figurar Ibn Hazm, que, según nos informa en el Collar, había ido previamente
–seguro que a hurtadillas y para gestiones políticas- a Córdoba en sawwâl
409 (febrero-marzo 1019).
Tras
el cautiverio beréber, Ibn Hazm se retiró a Játiva, el mismo sitio del que
en mala hora había partido el desgraciado ejército de Murtadá. Y en Játiva
fue donde, probablemente hacia los años 412 y 413 (=1022), a instancias de
un amigo, que primero le escribió y luego fue a verlo en persona desde
Almería, escribió el Collar de la paloma, contando unos veintiocho años.
Como
es notorio, el relativamente largo paréntesis del Califato hammûdí (siete
años, de 1016 a 1023) terminó cuando al-Kâsim, sustituido año y medio por su
sobrino Yahyâ, huyó definitivamente de la capital, sublevada contra él, en
21 chumâda II 413 (9 septiembre 1023). Córdoba iba a realizar algo nada
ordinario y sumamente edificante: la elección de un califa en la mezquita
mayor.
Por
primera vez desde los orígenes de la dinastía omeya, el pueblo, de acuerdo
con el más puro derecho constitucional islámico, iba a darse un soberano, y
no a recibirlo designado por el antecesor ni impuesto por las armas. Bien es
verdad que la jurisdicción efectiva del Califato apenas rebasaba ya el alfoz
de la ciudad; pero ¿no había ocurrido otro tanto en tiempos del emir ‘Abd
Allâh, en vísperas de los días gloriosos de al-Nâsir? La esperanza es lo
último que se pierde.
El 16
ramadân 414 (2 diciembre 1023) la elección recayó, de los tres omeyas
candidatos, en uno en quien al principio nadie pensaba: ‘Abd al-Rahmân
(hermano del difunto y siniestro Mwhammad al-Mâlik), que para nosotros es
el quinto de su nombre y que tomó el título de Mustazhir. El nuevo Califa,
hombre joven y cultísimo, eligió como equipo gobernante al grupo mismo de
nuestros estetas: Ibn Hazm, que había ya regresado a Córdoba; así mismo Ibn
Suhayd y ‘Abd al-Wahhâb ibn Hazm, primo de ‘Alî, obtuvieron la dignidad y el
empleo de visires. ¡Con cuánta ilusión no pondrían manos a la obra! No
podemos siquiera hablar de un gobierno sólido puesto que no logró
mantenerse en el poder más que hasta el 3 dû-l-qa’da 414 (17 de enero 1024),
es decir, exactamente mes y medio, al cabo del cual Mustazhir fue ejecutado
e Ibn Hazm paró de nuevo en la cárcel.
Honra
de la inteligencia de Ibn Hazm es, sin embargo, el haberse persuadido en
este mismo momento de que el mundo político a que había pertenecido y por
cuya soñada restauración tanto había peleado, estaba definitivamente difunto
(Córdoba iba a tardar todavía siete años más en convencerse). Al salir de
prisión, el desengañado ministro renunció de modo definitivo a la ciencia
jurídica-teológica, por la que siempre se había interesado, aún en medio de
los innumerables azares de su carrera. Pero lo único a que no pudo
renunciar, porque lo llevaba en la sangre, es al espíritu de inconformismo,
de originalidad y de audacia revolucionaria que siempre presidio su vida.
Su
pensamiento no pudo anclar en el mâlikîsmo angosto y rutinario que, aliado
tantas veces con el poder público y con las prebendas oficiales, reinaba
como señor casi absoluto en las escuelas de Córdoba, y tras de revolotear
por la escuela jurídica sufí, más conciliadora y equilibrada, que había
tenido adeptos en –Andalucía- y que a la sazón se hallaba medio muerta,
acabó aferrándose al zâhirismo literalista, con el que, como veremos, tenía
desde antiguo relación, al menos literaria.
Discípulo del maestro zâhirí Abû-l-Jiyâr de Santarén, explicaba junto con él
cursos de dicha doctrina en la mezquita mayor de Córdoba. Eran los últimos
días del Califato, allá por los años 418 a 420 (1027 a 1029). Los mâlikíes y
el vulgo denunciaron a ambos zâhiríes como corruptores del pueblo fiel y
peligrosos para la fe. El zalmedina, consultado el último Calfa Haksam III
al-Mu’tadd, que acaso aún no había entrado en la capital, les prohibió la
enseñanza. Bien –debió de decirse Ibn Hazm-; puesto que así lo quieren,
seré un sabio perseguido. Y todavía se consagra con más fervor a la ciencia.
Desde entonces empezamos a saber mucho menos de él, porque ya la historia de
su vida se ha convertido en la historia de sus libros.
Aún
teniendo en cuenta la avanzada edad que alcanzó, verdaderamente asombra la
labor que en todos los terrenos de la especulación intelectual musulmana
realizó Ibn Hazm, con esfuerzo tan solitario e insolidario como gigantesco.
Marrâkushî –que en el ambiente antimâlakí almohade, lo pondera (Mu’chib, 32
y ss.)- nos da la aterradora cifra de 80.000 folios escritos de su mano,
formando 400 volúmenes. Aunque pensemos que no se trata siempre de volúmenes
propiamente dichos, sino a veces de simples opúsculos, no por ello disminuye
nuestro estupor, y naturalmente es imposible entrar, no ya en el análisis,
pero ni siquiera en la enumeración de sus escritos, que el lector podrá
hallar consignados en la bibliografía extensa de Asín Palacios o en los
repertorios bibliográficos. Hacer otra cosa estaría aquí fuera de lugar, ya
que no nos proponemos más que asomarnos a la psicología del extraordinario
escritor.
Bastará decir que entre esas obras –y sin contar el juvenil Collar de la
paloma- figuran algunas de primerísima importancia en la ciencia musulmana
de todas las épocas, y alguna de tal aliento y ambición que sólo en la
Europa del siglo XIX ha podido encontrar paralelo. Nos referimos con esta
última alusión al Fiscal, la maravillosa Historia crítica de las ideas
religiosas, (tr. Asín Palacios: Abenhazam de Córdoba y su Historia crítica
de las ideas religiosas, cinco vols., Madrid, 1927-1932). Los demás
escritos son filosóficos, jurídicos, teológicos, históricos o puramente
literarios. Entre los históricos citaremos tan sólo la Yamhâra, el mejor
repertorio de genealogía árabe del Occidente musulmán (editada por Lévi-Provenzal
en 1948); el Naqt, original y descarnado opúsculo histórico, que también es
accesible en castellano, y la Epístola apologética de Al-Andalus y sus
sabios (en refutación de otra de un literato de Kairwân), que es tal vez la
primera, aunque breve, historia literaria de Al-Andalus y el primer intento
reinvidicador de las glorias andaluzas.
Ibn
Hazm es conocido sobre todo por su obra El Collar de la paloma (Tawq al-hamâna),
siendo su nombre completo El collar de la paloma. Tratado sobre el amor y
los amantes. Es una obra que brilla por su ligereza, dentro de su producción
científica –sobre todo teológica y jurídica-, y en la que se discurre
ampliamente sobre la naturaleza y las formas del amor. Fue escrita hacia el
año 1022 en Játiva, cuando la capital del califato había sido saqueada y
destruida por los bereberes, y es una nostálgica resurrección en el recuerdo
de la gran metrópoli del Mediodía en la que el autor había nacido, bajo el
fausto de Al-Mansûr y en la que había transcurrido su adolescencia dichosa y
elegante. En esta obra el amor es concebido como atracción sentida por almas
afines; el mismo autor en su obra nos dice: Difieren entre sí las gentes...,
y con ello se nos demuestra que las influencias platónicas que llegan a él
son indudables. Nos habla además de los grados del amor, siendo el supremo
de éstos el amor como fusión. Describe su diferente intensidad y sus
diversas causas y se detiene en la que para él es la principal, casi la
única: la belleza, de la que ofrece así mismo diferentes formas y grados:
Tocante al hecho de que nazca el amor...
En lo
que concierne al esquema que comprende los 30 capítulos, se refiere en ellos
los temas habituales de los tratados medievales sobre el amor: naturaleza y
fenomenología del amor; relaciones entre los amantes, con sus penas y
alegrías, y obstáculos que han de ser superados.
Lo que
más valía tenga quizás para nosotros es la colección de ejemplos, referentes
en su mayor parte a recuerdos biográficos del propio autor y que nos ofrece
un cuadro verdaderamente atrayente de la vida sentimental y sensual de la
Andalucía musulmana. Con gran sinceridad y pasión evoca Ibn Hazm sus más
variadas experiencias de amor, y nos introduce en el mundo mágico de las
cantantes, esclavas y cortesanas de la Córdoba en la que se desarrolló su
vida.
Son
preciosas las reconstrucciones ambientales y la apasionada desnudez
psicológica de su alma. La intriga amorosa alterna pormenores realistas con
efusiones de sentimentalidad penetrante y sutil. Se insinúan los más íntimos
movimientos del alma y brillan a veces con entristecido llanto los rostros
de humildes esclavas, junto a los de princesas, aunadas unas y otras en la
humana y triste realidad del amor.
Se
halla el tratado enriquecido con citas de versos, casi todos del mismo Ibn
Hazm. E incluso la fraseología y la temática amorosa en él expuestas han
avivado las discusiones de que es precisamente en nuestra nación andaluza
donde se han de buscar los precedentes de la teoría y la poesía del amor
cortés trovadoresco.
Como
ya hemos indicado, El Collar de la Paloma es una obra en prosa que contiene
un gran número de poemas; consta de treinta capítulos: diez que tratan del
origen del amor y la manera de producirlo; doce sobre sus azares y
cualidades loables y censurables; seis acerca de sus calamidades; y los dos
últimos sobre las prácticas ilícitas y la virtud de la continencia. Veamos
algunas muestras de nuestro autor:
El
verdadero amor no nace en una hora,
ni da
fuego a su pedernal siempre que quieres,
sino
que nace y se propaga despacio,
tras
larga compenetración, que lo afianza,
entonces no pueden acercarse a él abandonos ni menguas,
no
pueden alejarse de él firmezas y aumentos.
Confirma esto el que vemos que todo
lo que
se forma presto también perece en breve.
En
esta otra composición nos habla de la imposibilidad de que un amante, que ha
llegado a gozar de los placeres del amor a través de un largo trato y
convivencia, ame a dos personas a la vez:
Miente
de juro quien pretende amar a dos,
como
mintió Manes en sus principios.
No hay
sitio en el corazón para dos amados,
ni lo
que sigue a lo primero es siempre lo segundo.
Igual
que la razón es una, y no conoce
otro
Creador que el Unico, el Clemente,
uno
también es el corazón y no ama
más
que a uno, esté lejos o cerca...
O esta
obra, en la que Ibn Hazm nos habla de que el amor es causa de enfermedad, e
incluso conduce a la locura:
De
curar este mal toda esperanza
ha
perdido ya el médico, y sin duda
moriré
en este campo de batalla:
de mi
amor ser la víctima consiento
como
quien, con veneno, bebe el vino mezclado.
Américo Castro, que hace un minucioso estudio comparativo de la obra de Ibn
Hazm. El Collar de la paloma, y el El libro de Buen Amor, del Arcipreste de
Hita, llega a destacar el carácter personal de la idea del amor de Ibn Hazm:
Ibn Hazm habla de unas vidas, la suya y las de otros, inmersas en el amor.
Según él no nos debe sorprender la originalidad en el tratamiento del amor
por parte de nuestro autor, ya uqe su obra es, en cierto modo, su
autobiografía, la autobiografía de un hombre que participa en una
espiritualidad impregnada por la escuela sufí y que llegaría hasta los
poetas místicos como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús.
Otra
de sus obras sería un famoso tratado en el que exalta y llama la atención
sobre la creatividad andaluza y el talento andaluz, mostrándose como un
nacionalista radical. Leemos en un verso descabalado en el capítulo XX lo
que sigue:
¡Vete
en mal hora, perla de la China!
Me
basta a mí con mi rubí de Andalucía.
Se
lamentó de que al talento andaluz no se le diera la importancia que tenía,
mencionando algunos eruditos nativos que igualaban o aventajaban a cualquier
talento proveniente del Oriente. Esta misma queja fue expresada en distinto
grado por un gran número de autores andaluces, entre los que se encontraban
Ibn Jâkân, Ibn Bassâm, al-Shâkundi e Ibn Sa’îd, que llamaron la atención
sobre la clasificación de los eruditos andaluces, como iguales o superiores
a sus equivalentes en el Oriente.
Sea
como fuere, Córdoba nunca dejó de fascinar a los escritores posteriores, ni
tampoco Al-Andalus como conjunto. Si sus ciudades estaban llenas de
maravillas, también lo estaban sus gentes, de las cuales se decía que tenían
grandes cualidades. Al-Maqqari escribe: Sabes que el mérito (fadl ) de las
gentes es tan evidentemente justo como la belleza de su país es
deslumbrante. Se refiere a Ibn Gâlib , el autor de Farhat al-anfus que
mantiene, citando a Ptolomeo, que los andaluces tienen buen gusto en cuanto
a ropas, comida, limpieza, integridad y el canto y la composición de
canciones en virtud de la influencia de Venus. Y, por influencia de
Mercurio, son buenos administradores, investigadores y amantes de la
sabiduría, filosofía, justicia y juego limpio. Y, citando a Ibn Gâlib,
añade:
La
gente de Al-Andalus son árabes en genealogía, honor ( ’izza ), orgullo,
altivez, elocuencia, jovialidad, evitación de la iniquidad, impaciencia para
sufrir humillaciones, generosidad, libertad y supresión de la infamia.
Son
indios por su gran afición, amor y conservación de las ciencias, son
bagdadíes en virtud de su limpieza, galanura, modales refinados, nobleza,
inteligencia, buena apariencia, la excelencia de su carácter, el
refinamiento de su intelecto, la agudeza de pensamiento, y la eficacia de
sus ideas.
Son
griegos en el descubrimiento de líquidos, en los cultivos, selección de las
diferentes variedades de fruta, administración de arboledas, embellecimiento
de jardines con toda clase de hortalizas y flores.
Y
según Ibn Hazm:
Los
andaluces son chinos en el domino de artes y representaciones pictóricas,
turcos en las formas de la guerra y el manejo de sus resortes... Además,
viajaron al norte de África y se convirtieron en introductores de
agricultura, industria, administración, construcción y jardinería...
Un
bereber puso una vez en duda que Al-Andalus tuviese hombres de talento, y si
así era, por qué no existía una relación de ellos, y el hábil teólogo Ibn
Hazm se encargó de darle la respuesta en su famoso tratado. En primer lugar,
decía Ibn Hazm. Ahmâd ibn Mwhammad al-Râzî escribió una voluminosa historia
de Al-Andalus señalando sus carreteras, ciudades principales y asentamientos
militares. Además, el Profeta ya se había referido a nuestros pendencieros
antepasados, y esto es en si suficiente honor. Nuestro clima suave y
posición geográfica hacen tender a la sagacidad y la inteligencia. La
experiencia muestra que las gentes de Al-Andalus han sido capaces de
comprender las múltiples ciencias –lecturas coránicas, jurisprudencia,
gramática, poesía, lexicografía, historia, medicina, matemática y
astronomía- de manera no igualada en otros lugares, incluyendo la ciudad de
Kairwân. Los andaluces no son los únicos que no perpetúan la memoria de los
grandes hombres, y esto confirma el dicho:
La gente no valora a sus propios
eruditos, o las palabras de Jesús: Sólo en su patria y en su casa es
menospreciado el profeta. A pesar de todo, hemos tenido, dice Ibn Hazm, una
gran cantidad de obras excelentes que pueden compararse con las mejores que
hayan sido escritas en cualquier sitio. Continúa con la enumeración de los
principales autores y de sus obras sobre la escuela de ley mâlakî,
incluyendo: Al-Hidâyah de ‘Isâ ibn Dinâr y comentarios coránicos como el de
Abû ‘Abd al-Rahmân Baqî ibn Majlad que aventaja incluso al de Al-Tabarî. En
el mejor de los casos, el tratado de Ibn Hazm es una compacta antología que
comprende lo que él creyó ser una buena selección de hombres de letras que
podían compararse con las grandes lumbreras de Oriente.
Resumiendo: ¡Este país nuestro! A pesar de estar distante de las fuentes del
saber (se refiere a los núcleos orientales), y a pesar de estar separado del
ingenio de los otros eruditos, podemos hacer mención de grandes obras de sus
gentes, lo cual hubiese sido difícil de conseguir si uno las hubiese buscado
en Persia, Al-Ahwâz, Mudar, Rabî’ah, Yemen o Siria, a pesar de su proximidad
al ‘Irâk que es la morada de la emigración ( hichrah ) del saber y el hogar
de las ciencias y sus promotores.
Al-Andalus
fue un crisol de gentes y de ideas que atravesó varias etapas de desarrollo
cultural. Al principio dependió del Este para su guía e inspiración
religiosa, lingüística y cultural, para después adquirir consciencia de sí
misma y de sus méritos cara al resto del mundo musulmán. Esto, sin embargo,
no provocó una ruptura con el corazón del Islam, aún cuando Al-Andalus se
convirtió en contribuyente a la cultura islámica en general.
Aproximadamente
a partir del siglo XI se encuentran los ingenieros andaluces en cualquier
lugar del norte de Africa y aún más al Este, donde competían fácilmente con
las mentes más ilustres de la época. Una de las principales razones de esta
estrecha integración es que la arabización e islamización echaron raíces
profundas en el país y concluyeron haciendo de Al-Andalus una extensión del
mundo islámico, parte y porción de la cultura arábiga. Esto puede
demostrarse ampliamente no sólo en lo concerniente a los abundantes viajes a
y desde Al-Andalus, sino en cuanto a los préstamos conscientes en gramática,
lexicografía, textos religiosos y legales, poesía y otras materias. En
general , Al-Andalus desarrolló los temas y formas del sincretismo árabe e
islámico en nuestra cultura indígena andaluza tal como se manifiesta en las
artes y literatura, revelando una personalidad propia, que se descubre en
las formas populares de la poesía, en la simplicidad y claridad de su prosa
y en la lucidez de los comentarios a menudo empleados en la enseñanza. En
conjunto, Al-Andalus debe ser estudiado en el contexto del Islam, del mundo
civilizador árabe, la lengua y la cultura arábiga, y no en el del estrecho
provincianismo de la península Ibérica. Esto se ve claramente en la gran
cantidad de literatura producida en Al-Andalus, árabe de forma y contenido.
El
enfoque más completo y articulado del tema del saber y las ciencias se
encuentra en las obras de Ibn Hazm, sobre todo en Marâtib al-‘ulûm (
Categorías de las Ciencias ) y en Kitâb al-ajlâq ( Libro de la Conducta ),
consistentes en sus consejos y reflexiones sobre la vida honesta y virtuosa.
En el segundo, Ibn Hazm dedica un capítulo a las ciencias que empieza así:
Aún cuando el saber no tuviese otro propósito que hacer, que el ignorante os
respete, y que el erudito os estime y honre, sería lo bastante para ir en
pos de él. Y continúa preguntando:
¿Cómo es posible no buscar la sabiduría a
la vista de sus muchas ventajas en esta vida y en la futura?. El anatema de
la ignorancia es causa de males en esta vida y en la futura. Ibn Hazm
concebía el saber como de gran utilidad para la práctica de la virtud, ya
que capacita al individuo para ver la fealdad de los vicios y la manera de
evitarlos. Manifestó su deleite con los eruditos cuando él aún no lo era y
ellos le enseñaban; y luego cuando llegó a serlo y conversaba con ellos.
Además, en riqueza, posición social, y salud, debe uno compararse con
aquellos que tienen menos; pero en religiosidad, ciencias y virtud con los
que tienen más. El saber debe ser propagado, pero su propagación entre
gentes ineptas y sin talento es, no sólo una pérdida de tiempo, sino también
perjudicial, ya que los intrusos e ineptos que pretenden hacerse pasar por
eruditos siendo ignorantes causan daño a las ciencias. Los que persiguen la
adquisición de honores, riquezas y placeres, buscan la compañía de gentes
que, por sus cualidades, parecen perros enfurecidos y lobos astutos. Sin
embargo, el que es avaro con su sabiduría, es peor que el que es avaro con
sus bienes materiales. En general, el saber va unido a la virtud, y la
ignorancia a los vicios –aunque suaviza esta opinión añadiendo que él
conoció gente inculta cuya conducta era irreprochable, mientras que la de
algunos eruditos era tal como para convertirlos en las personas más viles y
corrompidas del mundo-.
Estos
pensamientos están en su mayoría repetidos en Marâtib al-‘ulûm, en el que
examina las ciencias, su valor y el modo de dedicarse a ellas. Este tratado
es de gran importancia, ya que es la primera obra de su tipo conocida en al-Andalus,
y presenta las ciencias tal como las concebía un pensador que intentaba
clasificarlas según su valor, y distinguir las falsas de las verdaderas.
Consta de dos partes: la primera trata de la educación del individuo, y, la
segunda, de la división de las ciencias según una estructuración islámica.
Para
Ibn Hazm, el saber beneficia al que lo busca, en este mundo y en el futuro.
Sin embargo, el que busca el saber para jactarse de él, o para ser alabado,
o para adquirir riqueza y fama, está lejos del éxito, pues su objetivo es
alcanzar algo que no es el saber. La adquisición del saber es una virtud, y
también lo es su transmisión, de lo que se deduce la importancia del
profesor y de los libros, a los que considera el mejor instrumento para
lograrla. En contra de la opinión que la abundancia de libros es dañina,
mantiene que mientras más libros haya, mejor.
Biografias del Foro Aben Humeya
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